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Diario del Festival » MARIO MONICELLI
Los actores de Monicelli
Domingo, 21 de septiembre de 2008

Marco Ferreri trajo a España el modo de elegir un reparto del ci­ne italiano. Consistía en salir a la calle y buscar caras. Si no eran buenos actores, se les daba al­go delicado que llevar en las ma­nos o se les ponía zapatos dos números más pequeños y así se lograban interpretaciones con­centradas. También se enamo­ró de los caricatos nacionales co­mo Pepe Isbert o López Vázquez. El cine de Monicelli es una an­tología de actores maravillosos. Los que Dino Risi y él acabaron llamando los monstruos. Herederos de la comedia del arte y que han terminado por resumir un estilo de interpretación con una sola pista: a la italiana.

Para mí el más grande es Al­berto Sordi. Porque hay que te­ner mucha seguridad en el oficio para representar la mezquindad, lo miserable, lo demasiado hu­mano sin guiños a la galería. Sin salvarse. A Nanni Moretti no le gustan las películas de Sordi por­que odia el personaje que inter­preta. Precisamente odiarlo es el mayor mérito de Sordi. En La Grande Guerra o en Un borghes­se piccolo piccolo, Sordi impar­te lecciones de sutileza, como hi­zo siempre a las órdenes de Risi. A Marcello Mastroianni no se le puede descubrir ahora. Es uno de esos pocos actores capaces de ser a la vez guapo y vulgar, listo y tonto, seductor y torpe, tímido y deslenguado. Lo hace todo bien. Lástima que después de La Grande Bouffe decidiera no ha­cer películas corales, porque de­cía que a él siempre le tocaba el peor papel, y se dedicara a pro­tagonistas únicos. Rechazó ha­cer uno de los gamberros de Amici Mei.

Claro que ahí aparecieron Ugo Tognazzi, quizá el más des­conocido en España de los ac­tores míticos del cine italiano. Un perfecto galán miserable. Y tam­bién Bertrand Blier y Philippe Noiret, que de tan buenos que eran, parecían italianos y no franceses. A Vittorio Gassman lo convirtió Monicelli en un actor de comedia y así pudo compen­sar su grandeza escénica, su se­riedad clásica, con los zoquetes absolutos y entrañables de I So­liti Ignoti, Brancaleone o La Grande Guerra.

Pero antes que a todos ellos, Monicelli dirigió a Totó. Junto al mítico español Luis Cuenca, To­tó representaba una línea suce­soria que se remontaba hasta Buster Keaton y probablemente hasta Alonso Quijano. Máscaras cómicas, de un patetismo tierno, con un registro que iba del vo­devil y la revista hasta la más al­ta cumbre de la sutileza.

Como siempre, más que un método de dirección, en un gran director de actores como Moni­celli lo que hay es un método de selección. A Tiberio Murgia, que siempre lo doblaba de siciliano, Monicelli lo sacó de lavaplatos de una trattoria en Via delle Cro­ce. Parenti Serpenti se debería proyectar en todas las escuelas de interpretación, para tratar de frenar esa lacra psicologista del Actor’s Studio y recuperar la ca­lle como fuente de inspiración.

Cuenta Monicelli que las ma­yores discusiones con sus acto­res eran para decidir el lugar donde ir a comer y que mientras para rodar una escena dramáti­ca con Shelley Winters ella ne­cesitaba escuchar cantos yid­dish de su infancia, Sordi lograba el mismo extraordinario resultado compartiendo unas lonchas de salami con los téc­nicos justo antes de dar la ac­ción. Lo que demuestra que no cuenta el proceso para llegar a un resultado, sino el resultado mismo.
David TRUEBA

 

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